NUEVO TESTAMENTO Introducción
1. EL MISTERIO DE LO NUEVO
El Nuevo Testamento comprende veintisiete escritos redactados durante los años posteriores a la Resurrección de Cristo; debemos estos escritos a los apóstoles y a los evangelistas de la Iglesia primitiva. La Iglesia los reconoció como libros inspirados por Dios, los unió a los libros sagrados que recibió de la tradición judía, y a partir de esos nuevos libros innovó su propia interpretación de los antiguos.
Todo el mundo comprende que si la Biblia consta de dos colecciones de libros, de las cuales una es más antigua que la otra, haya en las Escrituras lo antiguo y lo nuevo.
La palabra testamento es de origen griego, y significa a la vez “alianza” y “testamento”. El Antiguo Testamento, pues, recoge la historia que procede de la alianza más antigua del Sinaí, donde Dios hizo un pacto con Israel. Los libros del Nuevo Testamento, por otra parte, se refieren a una experiencia mas reciente, la alianza entre Dios y su pueblo renovado por el sacrificio de Jesús.
Ésta no es, sin embargo, la verdadera razón para hablar de algo “nuevo” en la Biblia. La experiencia del siglo pasado nos ha puesto en guardia contra esta palabra que frecuentemente hace referencia a la última moda, la última técnica, la ultima teoría... Son nuevos sólo por un tiempo y se convertirán a su vez en pasados de moda y anticuados.
Este Testamento es Nuevo, no porque sea más reciente, sino porque nos conecta con el mundo de la Eternidad. La Eternidad no es una duración que se prolonga en forma indefinida –esto sería muy aburrido– sino lo que no tiene que ver con el tiempo. Lo eterno es nuevo y no se desgasta; tampoco hay lugar en él para el aburrimiento: era y es y nos llegará siempre nuevo. Da pena a veces tener que llamarlo “Dios”, siendo la palabra tan trillada, difamada y desgastada.
Al principio del Antiguo Testamento Dios era: “Yo Soy” o “Él Es”. El Nuevo Testamento completa y añade: Dios es Amor. La mayúscula aquí es esencial: “Amor” es Dios y no hay otra eternidad que la suya.
El Nuevo Testamento es una llamada a entrar en el misterio de esta “novedad”. Desde la Infancia de Nazaret y las parábolas del Reino hasta el Apocalipsis, pasando por los discursos del Evangelio de Juan y la pasión de Pablo, todo el interés está concentrado en esta “novedad”: El Amor-Dios no nos promete otra cosa que él mismo, y quiere que, encontrándolo ya aquí en la tierra, comencemos a probar el gusto y el gozo de la Eternidad.
Los libros del Nuevo Testamento, uno tras otro, denuncian el vacío de la vida que sólo quiere gozar de la vida, pero también cuestionan las prácticas religiosas, la sabiduría de los prudentes, los miedos y la angustia ante el futuro, la buena conciencia de los buenos. El camino de la pobreza y el desprendimiento al ejemplo de Jesús nos dan acceso a un universo donde reina la humildad, la esperanza y la alegría. Ahí se esconde, o más bien se desvela el mundo definitivo.
2. LOS ORÍGENES DEL NUEVO TESTAMENTO
1. El pueblo y su libro
2. Origen y fecha de los cuatro Evangelios
3. Las Cartas de los Apóstoles
4. Los escritos del Nuevo Testamento y la crítica
5. El Nuevo Testamento: el misterio y la fe
1. El Pueblo y su Libro
Los libros del Antiguo Testamento formaban una sola cosa con la historia del pueblo elegido por Dios. Lo mismo sucede con el Nuevo Testamento: refleja lo que vivieron los apóstoles y toda la Iglesia primitiva. Siempre es oportuno dar a conocer estos libros, pero sólo serán entendidos por aquellos que hayan descubierto a la vez el Evangelio y la Iglesia.
Jesús envió a sus apóstoles a evangelizar primero a los Judíos. El fracaso de la evangelización en Palestina los empujó a que fueran a proclamar el Evangelio fuera de Palestina, invitándolos a la Iglesia, el “nuevo Israel”. La Iglesia no se consideraba extraña al pueblo judío, puesto que su primer núcleo lo formaban judíos convertidos. Una mayoría se había negado a escuchar, pero los convertidos procedentes de otros pueblos iban a reparar las brechas de este pueblo de Dios. Había una estructura, y la cabeza era el grupo de los Doce elegidos por Jesús.
En los primeros tiempos después de Pentecostés no hay más regla de fe que el testimonio de los apóstoles. Predicación, justificación de la fe nueva, todo se hace oralmente (He 4,42). Pero cuando comienza en Jerusalén (He 6) una comunidad de lengua griega que tiene sus reuniones, vida propia, contactos con los judíos de otros países que acuden en peregrinación a la ciudad santa, los escritos resultan indispensables tanto para la catequesis como para la liturgia. Tal vez es redactado en este momento el primer texto anterior a nuestros evangelios y que les sirvió de base. Porque la tradición más antigua tuvo conocimiento de un Evangelio de Mateo redactado en hebreo, distinto de nuestro actual Evangelio de Mateo ya redactado en griego, más amplio y que sólo aparecerá más tarde. Tuvo que haberse traducido muy pronto al griego para los helenistas o judíos de lengua griega, pues no se comprende cómo dicha comunidad pudiera prescindir de él.
Uno de los helenistas, Esteban, se granjeó rápidamente el odio de los judíos y fue lapidado por los fariseos (He 7). Los helenistas entonces se dispersan y llevan el Evangelio a Samaria. Con mucha probabilidad es el momento en que se añaden algunos discursos de Jesús sobre el Templo, la verdadera pureza, las tradiciones de los fariseos (el contenido de Mt 15 y 16 que no encontramos en Lucas) que aunque olvidados anteriormente, para los helenistas eran importantes.
Unos años más tarde Pedro baja a Cesarea, la capital romana de Palestina, y bautiza al centurión Cornelio (He 10). Empieza una iglesia en la que participa un cierto número de no-judíos que habían sido adoradores de Dios, es decir, simpatizantes de la religión judía. Esta comunidad es, según parece, el lugar donde deberíamos buscar el origen de un documento ahora perdido, cuyo contenido se encuentra en muchos párrafos comunes a Mateo y a Lucas. En él se ha-bían consignado palabras de Jesús que no figuraban en el primer documento (hemos hablado de un Mateo hebreo) traducido posteriormente al griego. Este segundo documento, mucho más corto que el primero, que debe de haber sido como la segunda fuente de los evangelios de Mateo y de Lucas, es llamado habitualmente fuente Q, o Los dichos del Señor.
En el año 40, siguiendo el libro de los Hechos de los Apóstoles, se funda en Antioquía de Siria (He 11) una comunidad cristiana. Está integrada por primera vez por numerosos griegos que habían permanecido ajenos al apostolado judío. Pronto Pablo, el perseguidor convertido, se une a ella; desde ahí partirá para sus viajes misioneros por los países mediterráneos (He 11,26; He 13,1). Esta comunidad seguramente disponía, no de nuestros actuales evangelios, sino de los documentos que contenían lo esencial de nuestros evangelios de Lucas y de Mateo. Es difícil ser más preciso; el estudio comparativo de los tres primeros evangelios lleva a la conclusión de que el más importante de los documentos, cuyo contenido se encuentra en los tres primeros evangelios, había sido traducido dos veces del hebreo al griego: Mateo usó uno de estas traducciones y Lucas la otra.
2. Origen y fecha de los cuatro evangelios
Dos fechas cabe recordar, ambas importantes para la Iglesia e igualmente decisivas en el plan de los escritos, porque nos permiten situar los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.
La primera es el año 62-63. En Palestina el sumo sacerdote Ananías hace lapidar a Santiago, “hermano del Señor”, obispo de Jerusalén, y nuevamente se enciende la persecución judía contra los cristianos. Al mismo tiempo en Roma Nerón se separa de sus preceptores y comienza su tiránico reinado. Hasta entonces las autoridades romanas veían a los cristianos como una secta judía, y los judíos se beneficiaban de la tolerancia oficial. Pero ahora Nerón ya no puede equivocarse, porque algunos de sus consejeros son judíos y su mujer Popea es una “adoradora de Dios”; los cristianos son una secta ilegal, y desde el año 64 o 65 empieza la gran persecución en la misma Roma con la ejecución de Pedro y Pablo.
La segunda fecha importante es la de la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año 70 tras cuatro años de guerra. Después de un desastre de tal magnitud nadie podrá hablar de los acontecimientos de Palestina como se hacía antes. Por otra parte, la fuerza de la Iglesia se encuentra ahora en las iglesias del mundo romano.
Nuestros tres primeros evangelios y las cartas de Pablo desconocen estos acontecimientos y las consecuencias que traen para la Iglesia, y por consiguiente son anteriores a ellos.
Con mucha probabilidad Lucas, compañero de Pablo en sus viajes, redacta su obra en dos volúmenes (el Evangelio y los Hechos) en los años 60-63. Termina los Hechos un poco antes de la muerte de Pablo, que ignora su libro. Escritor y testigo muy notable, retoma el evangelio griego que ya utilizaba cuando acompañaba a Pablo en sus viajes misioneros, con o sin el título de evangelista, y lo completa con otros documentos que había encontrado en las iglesias de Palestina, sobre todo la famosa fuente Q.
Nuestro Evangelio de Mateo tuvo que escribirse un año o dos más tarde. Su autor, tal vez un desconocido, parece haber sido testigo de las primeras persecuciones. La figura que traza de Pedro no excluye que conociera su fin. Pero, y esto vale también para Lucas, parece imposible que escribiera en el modo que lo hizo si hubiera conocido la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año 70. Esta obra se vale del evangelio en griego debido a los cristianos helenistas y también de otros documentos, entre otros de la fuente Q.
En cuanto a Marcos, secretario de Pedro (1P 5,13) después de haber acompañado a Pablo (He 12,25), parece que lo escribió algo más tarde, contrariamente a lo que muchos pensaban en el último siglo. En el 185 el obispo y mártir san Ireneo escribía: “Mateo publicó un evangelio entre los hebreos y en su lengua, mientras que Pedro y Pablo iban a Roma para evangelizar y fundar la Iglesia. Después de su partida (¿podríamos entenderlo como su martirio?), Marcos, discípulo y traductor de Pedro, consignó por escrito lo que éste predicara”. Una lectura atenta demuestra que Marcos fue testigo de las persecuciones romanas, pero no de la destrucción de Jerusalén. Su evangelio es más corto que los de Mateo y Lucas y se limita a reproducir el primer evangelio hebreo, al que llamamos Mateo hebreo, pero lo hace combinando las dos versiones griegas que se habían hecho: la de los helenistas, ya utilizada por Mateo, y la otra, ya utilizada por Lucas.
No hemos dicho nada todavía sobre Juan.
Es curioso que el Evangelio de Juan sea al mismo tiempo el texto más reciente del Nuevo Testamento, publicado hacia el año 95, y la obra de la que se tienen los fragmentos más antiguos. Algunos papiros encontrados en las arenas de Egipto, que datan de los años 110-130, contienen párrafos de Juan.
Juan no tenía que componer documentos procedentes de la catequesis apostólica, ya que los evangelios sinópticos estaban bastante difundidos por aquella época. De ese material sólo retomó algunas páginas, pues su objetivo era dar su testimonio personal. El modo de construir los “discursos” de Jesús a partir de palabras auténticas, pero que desarrolló en base a su larga experiencia y merced a sus dones proféticos, ha hecho pensar a muchos que sólo hacía teología a distancia, pero Juan afirma y no cesa de repetir que está dando un testimonio.
En cuanto al autor del Evangelio de Juan, véase la Introducción a ese Evangelio.
3. Cuatro evangelios más bien que uno
Fue en el siglo segundo, en Asia Menor, cuando Marción llevó a cabo la empresa de fundir los evangelios en uno solo. Marción quería que la Iglesia dejase a los judíos el Antiguo Testamento y, para dar un carácter más drástico a la revolución del Nuevo Testamento, sólo conservó una selección de las cartas de Pablo y el Evangelio de Lucas, al que consideraba como el más ajeno al Antiguo Testamento.
Tener un solo evangelio en vez de cuatro evitaba muchos problemas y además tenía ventajas prácticas. Marción fortificó la convicción de que en realidad sólo hay un evangelio. Esa convicción inspiró años más tarde el trabajo de Taciano, que aunque era discípulo de Justino, el filósofo mártir que elogiaba la diversidad de los cuatro evangelios, trató de fusionar los cuatro evangelios en uno solo, iniciando así la larga serie de las ediciones “Los cuatro evangelios en uno solo”. De esa manera abrevió enormemente el libro en un tiempo en que los manuscritos eran caros, y evitó al lector el fastidio de las repeticiones.
Pero es fácil ver los aspectos negativos de su trabajo. Aun cuando a primera vista parezca que muchos relatos son idénticos en Mateo, Marcos y Lucas, una mirada más atenta descubre que las diferencias son importantes, y nos ayudan a captar el punto de vista del autor y a revitalizar algunos acentos que quiso introducir en su relato, es decir, su interpretación personal. Además, el plan que el autor impuso a su relato no es nada despreciable; las grandes líneas que quiso resaltar desaparecen en esa fusión de los cuatro en uno, y al final no se obtiene más que un texto didáctico.
Justino consideraba los evangelios como “recuerdos” de los apóstoles. Con esto captaba un aspecto importante de la lectura bíblica, que no está destinada en primer lugar a transmitir enseñanzas, sino que nos pone frente a testimonios. La Iglesia, pues, debía recibir los cuatro evangelios tales como eran, con sus pequeñas contradicciones que creaban problemas y ofrecían pistas a sus comentaristas. La presencia de tantos relatos tres veces repetidos aportaba una especie de confirmación de su verdad. Y si Juan daba a la Iglesia un evangelio espiritual, a menudo muy distante de los sinópticos, se le agradecía haber enseñado una gnosis (o ciencia) cristiana que no disminuía en nada la realidad humana de Jesús con su pasión. El evangelio de Juan transmitía lo esencial: que el Verbo de Dios había cumplido las Escrituras y la profecía de Isaías, aceptando en su carne la pasión y la muerte por el pecado.
Estos son los cuatro evangelios. Sus autores tienen una personalidad propia y no dudan en adaptar la lengua a sus lectores. Cada uno organiza su relato según un orden que se ha propuesto y funde a veces hechos que se han producido en momentos diferentes. En varios lugares interpretan o aplican en forma diferente las palabras de Jesús, y todo ello no disminuye el valor de su testimonio. No tendremos una “foto” o una grabación de las palabras de Jesús, sino más bien cuatro puntos de vista diferentes y que se complementan.
Las lecturas modernas de la Escritura no han invalidado estos juicios. Muy al contrario, las di ferencias e incluso las contradicciones entre los evangelios aparecen como una garantía de su sinceridad: no han buscado conciliar los textos con el fin de imponer una interpretación convenida.
En los siglos pasados cualquier discrepancia entre los evangelistas inquietaba a los comentaristas; como se creía que los textos sagrados habían sido dictados por el Espíritu Santo o por algún ángel del Señor, el ángel debía acordarse de todos los detalles y, a no ser que el evangelista fuera sordo, la menor diferencia ofendía a la verdad divina. Hoy en día, con excepción de algunos fundamentalistas, la objeción ha sido superada: si había un ciego a la salida de Jericó, como dicen Marcos y Lucas, o dos como pretende Mateo, ¿qué cambio supone?
4. Las Cartas de los Apóstoles
Los apóstoles eran personas itinerantes y se mantenían en comunicación con sus iglesias. Hemos recibido una veintena de sus cartas, que aunque se encuentran en el Nuevo Testamento después de los evangelios y de los Hechos, son casi todas anteriores a la publicación de los evangelios. Así, por ejemplo, la Primera carta a los Tesalonicenses es del año 50, y el texto relativo a la Eucaristía en la primera carta a los Corintios es más antiguo que el de los evangelios.
Desde finales del siglo primero el papa san Clemente, así como san Ignacio, obispo de Antioquía y mártir, citan sin mayores explicaciones las cartas de Pablo: Romanos, Corintios, Efesios. Parece claro que para ellos tales cartas formaban parte de las Escrituras y que además eran conocidas por toda la Iglesia. Eso mismo sostenía ya la 2ª carta de Pedro (3,16).
Se da por seguro que en esa época, y tal vez desde hacía años, existía una colección de las cartas de Pablo que se usaban tanto en Asia Menor como en Roma; esta colección sólo ignoraba las cartas a los Hebreos y las Pastorales. Inicialmente las dos cartas a los Corintios no estaban separadas, como tampoco lo estaban las dos cartas a los Tesalonicenses. En esa colección las cartas estaban clasificadas según su extensión, comenzando por la de los Romanos y terminando con la de los Tesalonicenses.
La colección paulina comprende catorce cartas. En realidad la última, llamada Carta a los Hebreos, no es suya. Nunca se ha puesto en duda la autenticidad de las cuatro primeras cartas, comúnmente llamadas “las grandes epístolas”, como tampoco las de Filipenses, Filemón y la 1ª a los Tesalonicenses. Todas ellas fueron escritas entre los años 50 y 60.
En el año 58 Pablo decide abandonar el oriente. Antes de partir para Roma y España se dirige a Jerusalén, donde es arrestado unos días más tarde y permanecerá dos años encarcelado en Cesarea. Después seguirá el viaje a Roma y a continuación dos años de cautividad. Posteriormente sólo sabemos que fue ejecutado, con mucha probabilidad en la gran persecución de Nerón (64-65).
Contamos con cinco cartas de este tiempo: las cartas a los Efesios y a los Colosences, y las tres Cartas Pastorales. Por diversas razones muchos historiadores han considerado que la mayor parte de estas cartas no eran de Pablo, sino que podían haber sido escritas hacia el final del siglo primero. Puede que Pablo las escribiera en los años 59-60, antes o durante el tiempo de su detención en la fortaleza de Cesarea. Ver al respecto las introducciones a las Cartas de la Cautividad y a las Cartas Pastorales.
En el Nuevo Testamento vienen, a continuación siete cartas, atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas. Son llamadas Católicas, porque no van dirigidas a una persona o comunidad, sino que son destinadas a circular en la Iglesia entera. Lo mismo sucede con el Apocalipsis de Juan, que es anterior a su evangelio.
5. Los escritos del Nuevo Testamento y la crítica
¿Dónde están los originales?
Ya hemos dicho hasta qué punto estaban ligados estos textos a la historia de la Iglesia primitiva. La fe descansaba en el testimonio de los Doce que Jesús había elegido, y los escritos nacieron bajo su control desde el principio. Los libros fueron custodiados después celosamente. Al final del primer siglo, la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento ya habían sido aceptados de algún modo en todas partes. En el siglo siguiente aparecieron otros “evangelios”: “el Evangelio de Pedro”, “el Evangelio de Tomás”, “el Evangelio de Nicodemo”, “el Proto-evangelio de Santiago”... A pesar del título y de las maravillas que contaban, la Iglesia los descartó, porque la mayoría de las comunidades no los conocían ni reconocían en ellos la tradición de los apóstoles.
La lista de los libros reconocidos será fijada oficialmente tres siglos más tarde, pero en ese momento no se hará más que ratificar el uso universal que hacían las Iglesias.
Los manuscritos originales han desaparecido, víctimas del tiempo, salvo algunos rollos depositados en climas desérticos, pero como todos los libros de la antigüedad, han sido copiados muchas veces. Han llegado hasta nosotros, entre otros manuscritos del siglo IV, los tres magníficos ejemplares, probablemente copiados por orden del emperador Constantino, que contienen el conjunto de la Biblia griega y del Nuevo Testamento. Nos han llegado también muchos textos o fragmentos de textos en papiros que datan de los siglos II y III. Recordemos que todos los libros del Nuevo Testamento fueron redactados en griego, la lengua internacional del imperio romano de entonces.
Estos manuscritos fueron copiados y multiplicados a mano hasta la publicación de la primera Biblia impresa por Gutenberg en el año 1456. Ciertamente es imposible copiar manuscritos sin cometer algún error, pero también se habían heredado de los judíos prácticas de control y de relectura que garantizaban la fidelidad de las copias. Comparando hoy los diferentes manuscritos agrupados según sus divergencias y orígenes, los especialistas han detectado muchos errores, pero se refieren simplemente a pequeños detalles que no cuestionan lo esencial. El texto griego utilizado para la traducción de nuestras biblias es sin duda alguna casi idéntico al original: sobre este punto no hay discusión.
Los testimonios ¿son fiables?
Los textos están ahí: unos creen, otros se abstienen de juzgar y otros se burlan. El mismo evangelio dijo cómo sería acogido (Jn 3,31; 15,20). Periódicamente los medios de comunicación se hacen eco de discusiones sobre Jesús, su mensaje... pero resulta muy raro que en ellos se oiga una palabra de fe. Se publican libros, algunas veces firmados por religiosos, que exponen los pros y contras, y al fin el lector llega a la conclusión de que todo es posible, pero nada seguro. Parece que la historia de Jesús se pierde en la niebla.
Al leer el Nuevo Testamento, el mismo texto se defiende a sí mismo; el mensaje transmite su verdad fuera de toda discusión; pero cuando recurrimos a “los que saben”, muchos nos ponen en guardia. Pareciera que los autores no han afirmado más que a medias lo que se desprende de los textos, y habría que usar mil filtros para recuperar los elementos de verdad que han conservado; pareciera que nadie podría hacerse una idea exacta de quién era Jesús sin haber pasado por el hebreo, el griego y, sobre todo, por la duda ante sus testigos (Mt 23,13).
Es muy cierto que solamente con el estudio comprenderemos muchos párrafos del Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas, y que un mayor conocimiento de los textos y del ambiente en que fueron compuestos suscitará numerosas preguntas. Esto nos llevará a revisar ideas demasiado simples que podríamos tener. Nos daremos cuenta, por ejemplo, que los evangelios no han mantenido los mismos discursos y palabras de Jesús, sino lo que los evangelistas nos han transmitido de ellos.
Será una gran alegría descubrir que la Palabra de Dios nos llega tal como la proclamaron los apóstoles; no nos salvan las palabras exactas que Jesús pudo pronunciar a lo largo de treinta años, sino lo que los apóstoles quisieron expresar en algunas decenas de páginas.
Cuanto más se profundice el estudio, nuevos interrogantes cuestionarán nuestra fe, obligándola a madurar; pero siendo Palabra de un Dios que salva, ciertamente habla para los sencillos, y no son las sabias discusiones las que harán creer o no creer. Habrá que encontrar una respuesta a las cuestiones que plantean los incrédulos, y la misma Escritura nos invita a hacerlo: “estén siempre dispuestos para dar una respuesta a quien les pide cuenta de su esperanza” (1Pe 3,13), pero de entrada hay que tener presente que ni la historia ni la crítica científica han disminuido la credibilidad de los libros sagrados.
Jesús frente a la historia, la autenticidad de los escritos, su interpretación... son cuestiones en las que no se obtendrá jamás un consenso entre los expertos, no sólo porque nuestras informaciones son limitadas, sino también y sobre todo porque nadie es imparcial en este asunto. Se ha dicho que los hombres pondrían en duda que “dos por dos son cuatro” si les moviera algún interés. Y nadie puede permanecer indiferente ante el mensaje del evangelio que nos presenta a Jesús como el Hijo único de Dios, muerto y resucitado, salvador de todos los hombres, afirmaciones que es imposible aceptar si no se tiene fe. Por ello todo investigador, cualquiera que sea su grado de honradez, abordará los testimonios de un modo muy diferente según tenga o no tenga fe.
El creyente preferiría pensar que los evangelios fueron escritos muy pronto y por testigos directos; pero aunque no fuera así, la fe no se vendría abajo, porque sabe que el libro sagrado es Palabra de Dios, quienesquiera sean sus autores. Nos sentimos más a gusto con una fecha precoz para la composición de los evangelios, pero si la investigación induce fechas más tardías, no por ello nos tenemos que turbar.
No es así para el incrédulo, pues no puede aceptar el testimonio tal como es. No se atreverá a hablar de una falsificación, pero hará lo imposible para colocar muchos años e intermediarios entre los testimonios directos de Jesús y los evangelios que poseemos. Imaginará largas tradiciones orales, relatos anteriores que se copian y se modifican deformando los datos o adaptándolos según las necesidades del momento. Quien no tiene fe no encontrará paz hasta que no pueda asegurar que ninguno de los testimonios sobre la divinidad de Jesús proviene de testigos directos.
Constantemente se ejerció una fuerte presión para retrasar la fecha de composición de los Evangelios hasta el fin del primer siglo, y esto aunque los expertos reconocían en privado que no tenían ningún argumento serio para hacerlo y que era sólo su sentir personal. Nosotros hemos dado para los tres primeros Evangelios las fechas más probables a partir de la crítica histórica y del análisis literario, pero muchos libros, incluso difundidos entre los católicos, afirman todavía que los Evangelios fueron escritos cuando los testigos ya habían desaparecido y para creyentes que se preocupaban poco por los hechos en que se apoyaba su fe.
6. El Nuevo Testamento y la fe
Tal vez nos hayamos detenido demasiado sobre el origen y la historicidad de los textos sagrados. Estas cuestiones ciertamente son importantes, pues la revelación cristiana está ligada a la historia. Si el libro no es histórico, se convierte en sabiduría o religión, pero la fe cristiana no es principalmente ni sabiduría ni religión. Nosotros no podemos dar justificaciones más técnicas en esta edición: nos hemos atenido a lo que se puede decir sin temor de que la historia o la crítica nos contradigan. La historia de Jesús no se pierde en la niebla, podemos aproximarnos a ella siguiendo las indicaciones que nos proporcionan los textos con ayuda de la crítica. Pero habrá que afrontar un misterio: el de la revelación y el del Dios hecho hombre.
Nos hemos formado en una cultura “cientificista” y técnica según la cual sólo es verdadero lo que entra en el campo de la ciencia experimental. Ha nacido un mundo arropado por todo género de seguridades, en que se espera muy poco de Dios, y en ese mundo Dios no multiplica sus milagros. Por esta razón muchos hacen el siguiente razonamiento: si ahora no puedo ver hechos parecidos a los que relata el evangelio, ¿cómo creer que han sucedido en otro lugar? Todo sería diferente si formaran parte de una Iglesia ferviente, cuyos miembros son lo bastante pobres como para sentir necesidad de Dios, lo suficientemente sencillos para no vivir como ciegos ante él.
Si participamos en la vida de una comunidad cristiana, la experiencia confirmará todo lo que dicen los libros sagrados. Pero si no cumplimos las condiciones que permiten “ver a Dios”, nos sentiremos muy molestos hasta que no logremos reducir los testimonios del evangelio según la medida de lo que para nosotros es razonable. Su testimonio sobre el Dios hecho hombre, un Dios que resucita a los muertos, nos resultará insoportable.
Así pues, sólo a partir de una experiencia de fe se puede entrar en el Nuevo Testamento, y se comprende y juzga cuando la historia o la crítica nos obligan a abordar dificultades o dudas. Y es a partir de la fe y con fe que se debe hacer su lectura. No todo tiene la misma importancia, ni todos los días se encuentran respuestas, pero lo cierto es que el creyente descubre la lógica interna de la obra. Aunque el conjunto de los Evangelios y de las Cartas nos pueda parecer heteróclito, acabaremos reconociendo que los 27 libros forman un solo monumento.