La Biblia Introducción
¡Jesús ha resucitado!
Ustedes que abren la Biblia, busquen a Jesús. La Biblia no es un libro solamente para rezar, o para instrucción nuestra. La Biblia es Palabra de Dios para comunicarnos la vida.
En el centro de la Biblia está la Cruz de Jesús y su Resurrección. Ustedes que siguen un camino difícil y no divisan la luz al fin del túnel, aprendan de la Biblia que están caminando hacia la Resurrección. Y entiendan quién es, para ustedes, Jesús resucitado.
La Biblia...
La Biblia no ha caído del cielo. Aquí están libros que no se proclamaron desde las nubes, con algún parlante celestial, sino que se reunieron pacientemente a lo largo de siglos en el seno del Pueblo de Dios, gracias a la fe de sus minorías más conscientes.
Durante unos 18 siglos, desde Abraham hasta Jesús, el pueblo de Israel descubrió, cada vez con mayor lucidez, que el Dios Unico se había ligado a él. Las experiencias de la comunidad nacional, los llamados de esos hombres, denominados profetas, que hablaban de parte de Dios, las inquietudes que se desarrollaban entre los creyentes: todo esto pasó de una u otra manera a esos libros. Y fueron los responsables religiosos de Israel los que recibieron, escogieron y acreditaron estos libros, integrándolos al Libro Sagrado.
Así se formó el Antiguo Testamento de la Biblia. Testamento se refiere a que estos libros eran como la herencia más preciosa entregada por Dios a su pueblo escogido.
Después de tantas experiencias, llegó para el pueblo de Israel un tiempo de crisis en que Dios quiso llevarlo de una vez a la madurez de la fe. Para eso vino Jesús. Con él se llevó a cabo la experiencia más trascendental de toda la historia. Jesús, sus esfuerzos para salvar al pueblo judío de una destrucción inminente, su rechazo, su muerte y, luego, su Resurrección: ésta fue la última palabra de Dios.
La trayectoria de Jesús originó la predicación de la Iglesia y los libros que en ella se escribieron. Aquellos libros que fueron aprobados por los responsables de la Iglesia pasaron a integrar el Nuevo Testamento.
... y la Tradición
Los libros de la Biblia no entregan su mensaje sino al que viene a compartir la experiencia de la comunidad en que se originaron estos libros. Hay una manera de entender la Biblia que es propia del pueblo de Dios: es lo que llamamos la Tradición del pueblo de Dios. Jesús recibió de su propia familia y de su pueblo esta tradición. Luego, enseñó a sus apóstoles una nueva manera de comprender esta historia sagrada: por eso se habla de la Tradición de los apóstoles o de Tradición de la Iglesia.
Para entender bien la Biblia, no podemos fiarnos de cualquier predicador que la tira por su lado. Debemos recibirla tal como la entiende la Iglesia católica, que fundaron los apóstoles y que siempre se fijó en sus normas.
¿POR DONDE EMPEZAR LA LECTURA DE LA BIBLIA?
Lo más sencillo es empezar con el Evangelio, en que nos encontramos directamente con Cristo, que es la Luz, la Verdad y «La» Palabra de Dios.
Por supuesto, las páginas del Antiguo Testamento contienen enseñanzas muy importantes. Sin embargo, el que las lee después de haber oído a Cristo las comprende mejor y les encuentra otro sabor.
Algunos suelen abrir la Biblia a la suerte y consideran que el párrafo encontrado primero les dará precisamente la palabra que necesitan en ese momento. Bien es cierto que Dios puede contestar así a sus inquietudes, pero nunca se comprometió a comunicarse con nosotros de esta manera.
En todo caso conviene haber leído, una vez por lo menos, en forma seguida, cada uno de los libros del Nuevo Testamento. Lo bueno es empezar con el Evangelio: léase al respecto la «Introducción a los Cuatro Evangelios», al comienzo del Nuevo Testamento.
El Nuevo Testamento comprende
LOS CUATRO EVANGELIOS. La palabra Evangelio significa Buena Nueva. Estos son los libros en que los apóstoles de Jesús escribieron lo que habían visto y aprendido de él.
Luego viene el libro de los HECHOS DE LOS APOSTOLES, escrito por Lucas, el mismo que escribió el tercer Evangelio.
Luego vienen más de veinte CARTAS que los apóstoles dirigieron a las primeras comunidades cristianas.
El Antiguo Testamento comprende
LOS LIBROS HISTORICOS. Aquí vemos la actuación de Dios para libertar a un pueblo que quiere hacer que sea su pueblo. Lo vemos educar a ese pueblo y dar un sentido a su historia nacional. En estos libros se destacan:
El Génesis. El Exodo. El Deuteronomio. Los libros de Samuel.
LOS LIBROS PROFETICOS. Dios interviene en la historia por medio de sus profetas, encargados de transmitir su palabra.
LOS LIBROS DE LA SABIDURIA destacan la importancia de la educación y del esfuerzo del individuo para llegar a ser un hombre responsable y un creyente.
Para manejar el presente libro
Cada libro de la Biblia se divide en capítulos. Cada capítulo se divide en versículos. Habitualmente se cita el libro en forma abreviada. Por ejemplo, Mt significa Evangelio según Mateo. Estas abreviaturas están indicadas en el índice.
Los capítulos son indicados con cifras muy grandes al comienzo de un párrafo. Los versículos son indicados con números pequeños en el margen.
Para indicar un lugar de la Biblia se da primero el capítulo, y, después, el versículo. Por ejemplo, Jn 20,13 significa Evangelio de Juan, capítulo 20, versículo 13. Lc 2,6-10 significa: Evangelio de Lucas, capítulo 2, del versículo 6 al 10.
El texto de la Biblia está todo en la parte superior de la página. Debajo pusimos el comentario con una letra diferente.
Usamos letra cursiva:
— En el Nuevo Testamento, para las frases que son citaciones sacadas del Antiguo Testamento. Por ejemplo, en Mt 26,31, el evangelista aduce una frase del profeta Zacarías 13,7.
— En el Antiguo Testamento, por varias razones que se indican cada vez en la Introducción del libro.
La Biblia
Para quien recorre las páginas del libro, el Antiguo Testamento se presenta como una sucesión de relatos que o bien se repiten o bien se continúan con mayor o menor coherencia, y que a menudo nos sorprenden y a veces nos escandalizan. En medio de esos relatos, algunos de los cuales parece que están más cerca de la fábula que de la realidad, se deslizan discursos, reglas de moral, de liturgia o de vida social, reproches severos, palabras de esperanza o gritos de ternura. Bajo ese aspecto el Antiguo Testamento constituye uno de los más bellos textos de la literatura universal.
Pero en este libro o más bien en «estos libros», Dios está siempre presente y se lo nombra en cada página; el Antiguo Testamento en efecto nos dice de qué manera Dios prepara a los hombres y muy especialmente al pueblo de Israel para que reconozca y acoja en Jesús al que lleva a cabo su misteriosa y maravillosa alianza con los hombres. La Biblia es inseparablemente palabra de Dios y palabra de hombre. Es por tanto imposible comenzar a leer estos libros dejando de lado una de estas dos dimensiones. Si olvidamos que son palabra de Dios, se corre el riesgo de reducirlos a simples documentos históricos. Si a la inversa olvidamos que Dios se comunicó al hombre (y se comunica aún hoy día) en el corazón mismo de su historia, transformamos esa palabra de Dios en una colección de leyes religiosas o de máximas edificantes.
La Biblia no es un libro que nos habla de Dios, sino que es el libro en el que Dios nos habla de él por medio de los testigos que él mismo se eligió en medio de su pueblo de Israel. Los primeros cristianos no estaban equivocados al respecto: «En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a nuestros padres por medio de los profetas, pero en estos días que son los últimos, nos habló a nosotros por medio del Hijo» (Heb 1,1). A través de los diferentes libros del Antiguo Testamento vemos pues con qué paciencia Dios se revela a su pueblo y lo prepara para el encuentro con Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, «Aquel en quien reside la plenitud de la Divinidad» (Col 2,9).
Antes de la Biblia
Durante muchos siglos la Biblia fue «el» libro del pueblo judío primero, y de la Iglesia después. La fe no era sólo una cuestión personal. No se trataba únicamente de conocer las leyes de Dios que nos conducen a la felicidad y a la recompensa eterna, sino que toda la Biblia giraba en torno a una alianza de Dios con la humanidad. Había habido un punto de partida, etapas, y habría al final una recapitulación de nuestra raza en Cristo y la integración del mundo creado en el misterio de Dios. La Biblia era pues una historia y quería ser la historia de la humanidad. Era no sólo el libro de las palabras de Dios sino además una de las bases de nuestra cultura.
Pero es innegable que toda la historia bíblica fue escrita en el transcurso de unos pocos siglos en un pequeño rincón del mundo. Aunque este lugar fuera, como lo afirmaremos más adelante, un sector muy privilegiado, los autores bíblicos no podían ver desde su ventana más que un pequeño trocito del espacio y del tiempo. Cuando buscaban más allá de su historia particular, no alcanzaban más datos de los que transmitían las antiguas tradiciones.
Para ellos no cabía duda alguna que Dios lo había creado todo «al principio», es decir, si nos atenemos a algunos datos brutos del Génesis, hacía más o menos 6.000 años. Posteriormente tampoco se dudó de que el mundo habitado no se extendía más allá de Europa y del Oriente Medio, y que toda la humanidad había recibido el anuncio del Evangelio, aunque regiones enteras, como los países «moros» hubiesen abandonado la fe. En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino sostenía que si por casualidad había todavía alguien que siguiera ignorando el mensaje cristiano, como sería por ejemplo alguien que hubiera pasado toda su vida en el fondo de un bosque, Dios no dejaría de mandarle a un ángel para darle a conocer su palabra.
Fue sólo en el siglo XVIII cuando la ciencia comenzó a hacer tambalear esas certezas. En primer lugar, la noción de tiempo. Un primer paso fue el descubrimiento de la enormidad de tiempo que fue necesaria para que se formara la tierra, y de innumerables especies de animales y vegetales que desaparecieron de la tierra después de haberla habitado. Así se pasó rápidamente de los 6.000 años tradicionales a millones y a miles de millones de años. Una segunda etapa afectó mucho más profundamente la visión del mundo, y fue la intuición primero, y pruebas cada vez más numerosas después, de una verdadera historia de los seres vivientes. En un primer tiempo se esforzaron por clasificar a las especies vivientes o extinguidas según sus semejanzas o diferencias; no fueron necesarios muchos años para que el cuadro se transformara en un árbol genealógico: las diversas especies procedían las unas de las otras. Se fueron diseñando troncos comunes, ramificaciones, y las formas o articulaciones eran más o menos parecidas según si el parentesco era más o menos lejano.
Esa nueva imagen de una creación en perpetuo crecimiento cuadraba con las intuiciones de algunos Padres de la Iglesia; fue vista sin embargo por todo el mundo cristiano como una peligrosa amenaza para la fe. Una de las razones para rechazarla fue la filosofía —o por decir mejor la «fe»— racionalista o antirreligiosa de numerosos científicos de los dos últimos siglos. Les bastaba con haber aclarado algunos mecanismos de las pequeñas evoluciones para afirmar que todas las invenciones y maravillas de la naturaleza se podían explicar del mismo modo, y aún más, para afirmar que todos los mecanismos eran productos del azar a partir de la nada.
Por otro lado, los cristianos estaban acostumbrados a pensar en términos de verdades inmutables, lo que ciertamente era válido para los dogmas de la fe, y les parecía que Dios de igual modo debía haber sometido el mundo celeste y terrestre a leyes inmutables: los astros debían contentarse con girar en círculo (como gran cosa se aceptaba una órbita elíptica) y los seres vivos tenían que reproducirse siempre iguales. Hubo que esperar el segundo cuarto del siglo XX para que se superara por fin la oposición entre una ciencia antirreligiosa en sus pretensiones, y una fe que quería ignorar los hechos.
¿A dónde queremos llegar con esto? Simplemente a que la visión de un mundo en evolución encaja perfectamente con la concepción cristiana del tiempo y de las «edades» de la historia. Si estudiamos las cartas de Pablo, veremos que para él toda la historia de la humanidad es una pedagogía de Dios de la cual emerge el verdadero Adán. Contrariamente a la imagen tan difundida de un Adán Tarzán, que, al comienzo de los tiempos era tan bello y fuerte como se lo ve en los frescos de Miguel Angel, pero que después habría caído de su pedestal, San Ireneo después de Pablo, veía a toda la humanidad dirigida por la pedagogía de Dios hacia una completa realización de la raza o de la comunidad humana.
Si uno entra en esta perspectiva no le es difícil pensar que toda la creación haya sido hecha en el tiempo. El «big bang», si realmente lo hubo, expresa magníficamente el punto de partida del tiempo creado, un tiempo que parte de la eternidad y vuelve a la eternidad. Veinte mil millones de años para la expansión de millones de galaxias, cada una con sus miles o millones de soles. Y en alguna parte, planetas. ¿Cuántos? Es un misterio. ¿Cuántos de ellos habitados? Es más misterioso aún. Pero también allí la fe tiene sus intuiciones. Toda la Biblia recalca la libertad, la gratuidad de los gestos de Dios. Un Dios que ama a todos los hombres y que los conduce a todos hacia él, lo conozcan o no, pero que además sabe elegir a quienquiera para darle lo que no les dará a otros. Y el hecho de que Dios haya creado millones de galaxias no le impedirá, si quiere, de escoger sólo a una de ellas; allí pondrá, en un rincón del universo, a esa raza de «homo habilis» (hombre emprendedor) a la que la Palabra de Dios ha elegido como su punto de aterrizaje en la creación.
No llegó pues el hombre por pura casualidad. No es un mono que, por el efecto de algunas transmutaciones cromosómicas fortuitas, se haya despertado un día con la capacidad de comprender; habría bastante que decir de esos juegos del azar gracias a los cuales, según algunos dicen, una raza de monos produjo sin mayor esfuerzo algunos grandes músicos y un buen número de niñas guapas.
Miles de generaciones fueron necesarias para que apareciera nuestra humanidad. Fueron innumerables los eslabones, los humildes antepasados a los que tal vez Dios ya conocía y amaba como nos ama a nosotros; pero ante ellos estaba el modelo y el fin, y ése era Cristo.
Quisiéramos aquí recordar en pocas líneas las grandes etapas que precedieron a la formación del pueblo de la Biblia.
Los primeros pasos del hombre
¿Cuándo y cómo apareció el hombre? Se podrá discutir sobre los términos: ¿de qué hombre hablamos? ¿Del que partía piedras, o del que inventó el fuego, o del que enterraba a sus muertos? Hablamos del hombre verdadero, de aquel cuyo espíritu es a imagen de Dios, y al que Dios conoce y que puede conocer a Dios.
Nadie puede responder a esta cuestión de manera precisa. Durante largos siglos el hombre casi no cambió la faz de la tierra. Su género de vida y las creaciones de su espíritu apenas lo distinguían de los primates antropomorfos de los cuales salió. Familias y grupos humanos habitaban en cavernas y cazaban en medio de los bosques.
Lentamente el hombre inventaba su lenguaje, hacía armas y herramientas. No se interesaba solamente por lo útil y lo visible. Era un artista. En las cavernas y grutas, debajo de la tierra donde celebraba sus ritos mágicos, pintaba en la pared, lejos de la luz del día, los animales que deseaba cazar. Hoy todavía nos admiramos de su genio artístico.
El hombre era un ser religioso. Enterraba a sus difuntos con ritos destinados a asegurarles una vida feliz en otro mundo. Siendo creado a la imagen de Dios, su inteligencia pensaba instintivamente que continuaría viviendo después de la muerte. Por primitivo que fuera, este hombre tenía una conciencia, podía amar, y descubría algo de Dios, de acuerdo con su capacidad. Pero sus comienzos habían sido marcados profundamente por la violencia y los instintos egoístas comunes a todos los seres vivientes: el pecado estaba en él.
Las primeras civilizaciones
Hace unos 10.000 años, un cambio se preparó en la humanidad. Los hombres se agruparon en mayor número en las llanuras fértiles. En algunos siglos descubrieron la manera de cultivar la tierra, de criar el ganado, de modelar y cocer la arcilla. Se levantaron aldeas, que se unieron para defenderse y aprovechar mejor los recursos de la tierra. La primera civilización había nacido.
Después todo se hizo muy rápido. Sobre la tierra aparecieron cinco centros de civilización.
Tres mil quinientos años antes de Cristo, en el sector geográfico llamado Medio Oriente, y donde nacería el pueblo de la Biblia, se formaban dos imperios. Uno era Egipto, el otro Caldea, país de donde saldría Abraham siglos más tarde. Caldea hizo un sistema perfeccionado de riego, construyó con tabiques cocidos, inventó un sistema de escritura, tuvo leyes y administración centralizada. Egipto también tenía esos adelantos: construía templos grandiosos para sus dioses y levantaba las Pirámides para tumba de su faraones.
También en China y en India, como veinte siglos antes de Cristo, y en Centro-América, diez siglos antes de él, nacieron otras civilizaciones. Las de Centro-América, China e India se desarrollaron por separado, ya que en este tiempo era muy difícil recorrer los continentes.
En cambio, en el Medio Oriente, Caldea y Egipto mantenían contactos, a veces agresivos, pero que tarde o temprano los obligarían a ver los límites de su cultura. El camino que iba de uno al otro país pasaba por un pequeño territorio que más tarde se llamaría la Palestina.
La Biblia y las religiones de la Tierra
Estos breves recuerdos bastarán para mostrar que la historia y las tradiciones bíblicas cubren sólo un pequeñísimo sector de la historia humana, el que sin embargo es uno de los más importantes como punto de convergencia de tres continentes. No existe tal vez sobre el planeta otro punto que haya experimentado tantas conmociones geológicas y humanas. Pero la mayor parte de la humanidad ha pasado al lado de esa historia y ha tenido su propia experiencia de la vida y de Dios. Esto no hay que olvidarlo.
El pueblo de la Biblia llegó tarde al escenario de los pueblos, y por mucho tiempo estuvo sin preocuparse por los que no habían recibido la Palabra de Dios de la cual era portador. Y por esto mismo, Dios tampoco le dijo nada al respecto, porque cuando Dios nos habla, lo hace en el lenguaje humano, y en nuestra propia cultura, respetando de algún modo nuestras limitaciones y nuestras ignorancias. Pero Dios no lo había necesitado para entregar a los hombres su palabra y su espíritu. En algunos períodos el pueblo de Dios pensó que todo lo que venía del extranjero era malo, que se debía rechazar cualquier sabiduría que hubiera nacido fuera de los territorios judíos o cristianos. Pero ha habido también tiempos de curiosidad en los que la fe se enriqueció en contacto con otras culturas, sus profetas y sus pensadores.
No debemos pues pedirle a la Biblia demasiadas respuestas sobre la manera como Dios ha hablado en otras culturas, sobre cómo el Espíritu ha estado actuando en medio de ellas, sobre cómo las energías que irradian de Cristo resucitado alcanzan hoy en día a todas esas personas, y cómo se salvan por el único Salvador. La Biblia sólo nos dice que cuando Dios llamó a Abrahán, se dio comienzo a una gran aventura, única en su género, y que llevaba directamente al Hijo de Dios —a su Verbo, o Sabiduría, o Palabra—, hecho hombre.
Después de la Biblia...
Setenta generaciones de cristianos se han sucedido desde el tiempo de los apóstoles. Hablar de la Iglesia es hablar de estos hermanos nuestros; es fácil criticarlos o pensar que debían haber sido mejores; es más difícil conocer el mundo en que vivieron, muy diferente del nuestro, y comprender lo que trataron de realizar, llevados por su fe.
Hombres libres, vírgenes y mártires
Los cristianos de los primeros siglos gozaron al sentirse liberados: liberados de las supersticiones paganas como de su propio temor y egoísmo. Pero pagaron cara esta libertad. En su tiempo no había ley superior a la voluntad del emperador o a las costumbres de su pueblo, pero ellos ponían a Cristo por encima de las autoridades humanas y, por ser opositores de conciencia, los trataron como a malhechores. El amor cristiano y la virginidad insultaban los vicios del mundo pagano.
De ahí que los cristianos fueran perseguidos. Durante tres siglos hubo represión y mártires, a veces en una provincia del imperio, a veces en otra. En algunos períodos todas las fuerzas del poder se desencadenaron contra ellos y pensaron acabar con el nombre de Cristo. Pero las multitudes, que para divertirse iban a contemplar los suplicios infligidos a los cristianos, volvían avergonzadas de su propia maldad y convencidas de que la verdadera humanidad estaba en los perseguidos.
La conversión de Constantino
Mientras tanto el mundo romano entraba en decadencia. Antes de que fuera vencido por sus enemigos, se debilitaron las fuerzas espirituales que lo habían encumbrado: ya no tenían vida las creencias antiguas. En el año 315, el propio emperador Constantino pidió ser bautizado y, después de él, los gobernantes fueron cristianos. Este fue un acontecimiento decisivo para la Iglesia, que pasaba a ser protegida en vez de perseguida.
Pero este triunfo trajo consigo desventajas que se iban a medir con el tiempo. En adelante la Iglesia debió ser la fuerza espiritual que necesitaban esos pueblos del Imperio romano, reemplazando a las falsas religiones, y sus puertas se abrieron para recibir a las muchedumbres en busca del bautismo. La Iglesia ya no se limitaba a creyentes bautizados después de ser convertidos y probados; tuvo que hacerse la educadora de un «pueblo cristiano» que no difería mucho del anterior «pueblo pagano». Lo que se ganaba en cantidad se perdía en calidad. Los emperadores «cristianos» tampoco diferían de sus predecesores. Así como éstos habían sido la suma autoridad en la religión pagana, también quisieron dirigir la Iglesia, nombrar y controlar a sus obispos: protegían la fe y sometían las conciencias.
Por otra parte, al salir de la clandestinidad o de una situación postergada, los cristianos tuvieron que meterse más en los problemas del mundo. ¿Cómo podían conciliar la cultura de su tiempo con la fe? Ese fue el tiempo en que los obispos, a los que llamman «los Santos Padres», hicieron una amplia exposición de la fe respondiendo a las preguntas de sus contemporáneos. Entre los de más genio se destacó San Agustín.
Hay gente que prefiere no ver los puntos difíciles de la fe. Pero los que se atreven a profundizarlos como se debe, no siempre se cuidan de los errores. El error que más se difundió y por poco arrastró a la Iglesia, fue el «arrianismo»: por miedo a dividir el Dios único, los arrianos negaban que Cristo fuera el Hijo igual al Padre; lo consideraban solamente como el primero entre los seres de toda la creación. Los emperadores arrianos designaban obispos arrianos; pero como lo había prometido Jesús, el Espíritu Santo mantuvo la fe del pueblo cristiano y el error retrocedió.
En esos tiempos los cristianos deseosos de perfección, al ver que la Iglesia no era ya la comunidad fervorosa del tiempo de los mártires, empezaron a organizarse en comunidades austeras y exigentes. Les pareció necesario aislarse de la vida cómoda para buscar a Dios con toda el alma, y así, en los desiertos de Egipto primero, y luego por todo el mundo cristiano, hubo monjes y ermitaños. Los monjes mantuvieron en la Iglesia el ideal de una vida perfecta, totalmente entregada a Cristo. Su existencia tan mortificada les permitió conocer hasta los últimos rincones del corazón humano. Y Dios, por su parte, les hizo experimentar la transformación o divinización reservada a quienes lo dejaron todo por él.
El fermento en la masa
Cuando se derrumbó el Imperio romano, invadido por los bárbaros, devastado, arruinado, despedazado, pareció que fuera el fin del mundo. (Hablamos siempre del Imperio romano, no porque fuera el único lugar poblado en el mundo sino porque, de hecho, los predicadores cristianos no habían salido, o muy poco, de sus fronteras).
Pero, en realidad, esta destrucción anunciada por Juan en el Apocalipsis dio la partida para otros tiempos; la Iglesia no pereció en ese torbellino, sino que descubrió una nueva tarea: evangelizar y educar a los pueblos que, después de las invasiones bárbaras, habían vuelto a una sociedad más pobre, muy inculta y totalmente desorganizada.
Estos pueblos no conocían otra fuerza moral u otra institución firme que la de la Iglesia. Muchas veces el obispo había sido el único que se constituyera en «Defensor del pueblo» frente a los invasores. No había otros que los clérigos para educar al pueblo; en los monasterios se guardaban, al lado de las Escrituras Sagradas, los libros de la cultura antigua. La Iglesia fue el alma de esos pueblos primitivos, crueles, generosos y excesivos en todo. Y mientras luchaba perseverantemente para limitar guerras y venganzas, proteger a la mujer y al niño, desarrollar el sentido del trabajo constructivo, ella misma se dejó penetrar por las supersticiones y la corrupción. Por momentos pareció que hasta las más altas autoridades, los Papas, se hundieran en los vicios del mundo, pero lo sembrado entre lágrimas floreció con el tiempo.
Lo mismo que en la Historia Sagrada Dios había educado al pueblo primitivo de Israel, dejando que muchos errores solamente se corrigieran con el tiempo, así pasó con la llamada Cristiandad, o sea, con esos pueblos de Europa que aprendían a ser humanos, libres y responsables. Nació una civilización nueva cuya cultura, arte y, más que todo, ideales, eran fruto de la fe.
Católicos y Ortodoxos: El Cisma
La parte oriental del Imperio romano había resistido a las invasiones bárbaras. Esta parte de la Iglesia, llamada Griega u Ortodoxa, y que luego evangelizaría a Rusia, se apartó poco a poco de la parte occidental ocupada por los bárbaros y animada por la Iglesia de Roma. Hubo dos Iglesias diferentes por la cultura, el idioma y las prácticas religiosas, a pesar de que guardaban la misma fe, y esto no era malo. Pero ambas cometieron el pecado de fijarse más en sus propias costumbres que en la fe común, y así, la Iglesia oriental se apartó del Papa, sucesor de Pedro en Roma.
Posteriormente los turcos, que se adherían a la religión de Mahoma, conquistaron los restos del Imperio romano en Oriente y solamente quedaron escasas comunidades cristianas allí donde habían prosperado las antiguas Iglesias de Siria, Palestina, Egipto... En los tiempos actuales, Grecia, Rumania y, más que todo, Rusia, forman lo más importante del mundo ortodoxo.
La Iglesia y la Biblia
En el año 1460, los descubrimientos de Gutenberg permitieron imprimir libros. En tiempos anteriores no había sino libros escritos a mano, caros y escasos. No estaba al alcance del hombre común tener una Biblia, ni siquiera un Evangelio. La Biblia se leía en la Iglesia y servía de base para la predicación. Y para que estuviera más presente en la memoria de los fieles, no se construían templos sin adornarlos por todas partes con pinturas, esculturas o vitrales que reproducían escenas bíblicas.
Pero en adelante cada uno podría tener las Escrituras Sagradas, con tal que supiera leer. Este descubrimiento técnico iba a precipitar una crisis latente en la Iglesia. Porque durante siglos las instituciones de la Iglesia, su clero, sus religiosos, habían forjado la cultura y la unidad del mundo cristiano; siendo sus guías en lo político como en lo espiritual, las preocupaciones materiales superaban muy a menudo la dedicación por el Evangelio. Muchos hombres destacados, religiosos, santos, habían protestado pidiendo reformas. Pero las reformas no salían adelante. Con la impresión de la Biblia, muchos pensaron que la única solución para reformar la Iglesia era entregar a todos el Libro Sagrado para que, al leerlo, bebieran el mensaje en su misma fuente y corrigieran los desvíos y malas costumbres establecidas.
Cuando Martín Lutero tomó la iniciativa de una Iglesia reformada, apartándose de la Iglesia oficial, acometió la obra de traducir toda la Biblia al idioma de su pueblo, el alemán, pues hasta entonces se publicaba casi siempre en latín.
Es que, en la Iglesia, la mayoría de los clérigos, desconociendo el provecho que se sacaría de la lectura individual de la Palabra de Dios, se fijaban más bien en los peligros de que cada uno se creyera capacitado para comprenderlo todo sin error, si se entregaba el Libro Sagrado a todos. No se equivocaban totalmente, pues apenas Lutero hubo traducido la Biblia, sus seguidores empezaron a pelear entre ellos y a fundar Iglesias opuestas, segura cada una de retener sola la verdad.
Cuando, años después, la Iglesia se reformó a sí misma, no por eso se promovió suficientemente el interés por la Biblia. Predicadores y misioneros no dejaban de enseñar el Evangelio, pero todo llegaba al pueblo desde arriba, sin que fuera estimulado a buscar personalmente la verdad.
Conquistadores y misioneros
Desde los Apóstoles, los creyentes se han preocupado por transmitir su fe a los demás. También hubo misioneros que se aventuraron entre los pueblos enemigos o de otro idioma, para predicar el Evangelio. Pero cuando toda Europa se encontró más o menos reunida en la cristiandad, o sea en el área cultural y social animada por la Iglesia, creyeron que se había cumplido la tarea misionera. ¿Qué había fuera de los países cristianos? Ellos hubieran contestado: «Los moros, nada más.» Los moros, es decir, los pueblos árabes de religión musulmana, enemigos encarnizados de los países cristianos. Y no pensaban que hubiera pueblos más allá.
Algunos profetas como Francisco de Asís o Ramón Lull comprendieron que sería mejor anunciar a Cristo entre los musulmanes que luchar contra ellos con armas. También misioneros como Juan de Montecorvino recorrieron toda Asia a pie, hasta China. Pero fueron excepciones. Ya en estos tiempos, que nos parecen lejanos, las Iglesias de Europa tenían siglos de tradición; tenían su cultura, su manera propia de reflexionar la fe y de vivir el Evangelio. Y para los hombres de ese tiempo era muy costoso comprender a pueblos de otra cultura y transmitirles el Evangelio de manera que pudieran organizarse en Iglesia según su temperamento propio y conforme a su idiosincracia. Por esto las Iglesias fundadas en los extremos del mundo no prosperaron y la Iglesia se confundió con la cristiandad europea.
Pero cuando Marco Polo, Vasco de Gama y Cristóbal Colón abrieron el muro de ignorancia que protegía a la cristiandad, la Iglesia conoció la dimensión real del mundo que no había recibido todavía el Evangelio: Africa, Asia y América.
Eran aventureros los conquistadores, pues la gente tranquila no suele arriesgarse en tales cosas. Pero apenas descubrieron el Nuevo Mundo, los acompañaron los aventureros de la fe, ansiosos por conquistar para Cristo a los que todavía no lo conocían, y entre los que partieron así sin armas, sin otra preparación que su fe, no faltaron los santos ni los mártires.
La misión en América pareció que sería muy fácil y fecunda. Los españoles habían destruido las naciones indígenas y, a veces, arrasado su cultura. Los indios no se resistieron a la fe, y en varios lugares se concedieron privilegios a los que se hacían cristianos. Poca gente se dio cuenta de que la cristianización era muy superficial. Bajo la película delgada de las prácticas católicas los pueblos indios guardaban sus creencias paganas. Seguían muy religiosos, como lo eran antes, pero a su manera, y, si bien es cierto que la Iglesia suprimió costumbres inhumanas e hizo obra de educación moral, los hombres, en su mayoría, no se encontraron con Cristo ni se convirtieron a su mensaje en forma responsable.
La rebeldía de los laicos
Al hablar de la cristiandad dijimos que la Iglesia se había hecho responsable de muchos sectores de la vida pública, y esto, por necesidad, porque no había autoridad civil o militar que se encargara de ellos. El clero fundaba y atendía las escuelas y universidades, los religiosos se hacían cargo de la salud pública: hospitales, hospicios, orfanatos. Los monjes colonizaban y valorizaban las tierras sin cultivar.
Pero llegó el día en que los más conscientes entre los dirigentes e intelectuales comprendieron que todas estas tareas debían ser devueltas a las autoridades civiles. En esto estaban de acuerdo con el Evangelio, que distinguió lo que es del César y lo que es de Dios. Pero también en esto se enfrentaron con las ideas tradicionales. Raras veces nos convencemos de que debemos transmitir a otro una responsabilidad nuestra. Así pasó con las autoridades de la Iglesia. De tal manera que los cambios necesarios para que la cristiandad decadente diera lugar a naciones modernas, a instituciones laicas, a ciencias independientes, se hicieron en forma de lucha. Todos saben el proceso ridículo hecho al físico Galileo y los conflictos políticos que hubo entre los papas y los reyes.
La Iglesia y el mundo moderno
En los últimos cuatro siglos, el mundo ha conocido más crisis, más adelantos, más cambios que en todos los tiempos anteriores. La fe cristiana había dado al hombre europeo una energía, una seguridad, una conciencia de su misión en el universo, que le permitieron construir la ciencia, desarrollar las técnicas, dominar los otros continentes. Por supuesto que las conquistas y la colonización obedecían a motivos muy extraños a la fe, pero, aun con esto, llevaban a efecto el plan de Dios que, desde el comienzo, contempló la reunificación de todos los pueblos.
La Iglesia participó de esta extensión. En el siglo XIX hubo hasta 100.000 misioneros, sacerdotes y religiosas, empeñados en la evangelización y educación en Asia, Africa y Amé rica.
Lo más importante, sin embargo, sucedía en Europa. La Iglesia se veía enfrentada a esta cultura moderna que había salido de ella, pero que, ahora independizada, se volvía su enemiga. Los espíritus ilustrados pensaban comúnmente que eran capaces de dar a la humanidad progreso, felicidad y paz, y no veían en la Iglesia sino ignorancia y prejuicios; en una palabra: el mayor obstáculo para la liberación de los hombres. Muchos se atrevieron a predecir la muerte del cristianismo antes del siglo XX.
Esta situación compleja obligó a la Iglesia a salir de su seguridad y a responder a interrogantes cada vez más cruciales. Bien era cierto que Cristo le había entregado la verdad y reinaba después de resucitado. Pero la Iglesia tenía que descubrir y probar cada día lo que significaba esta verdad para hombres diferentes. Y no era para ella el momento de reinar, sino de servir en medio de humillaciones.
El gran siglo de la evangelización
El siglo XX parece que ha simplificado la situación. Por una parte, al cabo de tres siglos de luchas estériles, la Iglesia se ha dado cuenta de que, al perder sus recursos, su poder político y su monopolio cultural, ha vuelto a encontrar su verdadera misión, que es la de ser en el mundo una fuente de amor y de unidad, la levadura en la masa.
La Iglesia no es más que una minoría en el mundo: unos 700 millones de católicos entre cinco mil millones de pobladores de la tierra. Pero son, más que nunca, una minoría inquieta y preocupada por todo lo humano, sabiendo que la obra de Dios es salvar todo lo humano.
Por otra parte, la cultura laicista que pretendía solucionar todos los apuros de la humanidad sin recurrir a la fe, ha visto sus límites y, luego, su fracaso. Los mejores entre los que piensan, reconocen que la humanidad corre al caos si los hombres no vuelven a tener una fe, una esperanza y una visión común de su destino. De otra manera, las tensiones entre ricos y pobres, el choque de las ideologías, el desconcierto de las sabidurías humanas, nos lleva directamente a un enfrentamiento universal.
En muchas partes del mundo, la Iglesia, que antes iba de la mano con los gobernantes, es perseguida. Esto sucede en los países comunistas, decididos a eliminar toda religión; esto sucede en países dominados por otra religión, como son los musulmanes y los hindúes; esto sucede en las mismas sociedades que se proclaman cristianas, pero dan la espalda a la justicia y al respeto al hombre.
Ahora bien, la Iglesia entiende mejor lo que es dar testimonio de Cristo y entregar su Buena Nueva a los pobres. Deja de ser una institución dirigida por una clase superior, el clero, y vuelve a ser una comunidad de comunidades. La Iglesia entiende que para todos los pueblos se acerca el desastre si no saben reconciliarse; y la reconciliación en base a la verdad, la justicia y el perdón, es el fruto de la Evangelización. Para quien no se detiene en la mediocridad inevitable de la mayoría de los creyentes, ni en los errores en el recorrido, ni en la lentitud de ciertos cambios, no cabe duda que este siglo es el gran siglo de la evangelización de las naciones.
¿Habrá otro después?