INTRODUCCIÓN A LOS PROFETAS Introducción
Hablando entre cristianos, debemos siempre precisar qué entendemos por profeta y profetismo, pues por lo general estas palabras se interpretan en una manera bastante discutible. Para muchos, los profetas son algo así como videntes que ya antes de Cristo anunciaron su venida para salvar al mundo. Y cuando estas personas se ponen en contacto con los escritos proféticos quedan desconcertadas, no encuentran lo que buscaban, y la idea que tienen de ellos les impide descubrir el sentido de los textos.
El profeta en Israel
Desde la más remota antigüedad el hombre ha tratado de conjurar la fatalidad de un porvenir que se le escapa. Adivinos, necrománticos y astrólogos han pululado en las cortes reales para predecir a los grandes de este mundo su futuro. Asimismo, los que adivinaban la suerte cumplían en medio del pueblo las mismas funciones, tal como lo hacen hoy las gitanas, los mediums y los redactores de horóscopos. En el Antiguo Testamento encontramos muchas manifestaciones de este intento de unos y otros por conocer el porvenir: Saúl, disfrazado de campesino, se dirige a la aldea de En Dor para consultar a los muertos (1 Sam 28), mientras que un siglo y medio después, cuatro profetas capitaneados por Sedecías, hijo de Canana, predicen la victoria de los reyes de Israel y Judá reunidos en la corte de Samaria (1 Re 22).
Los «hermanos profetas» que aparecen en los primeros tiempos de la monarquía tendrán algunos puntos en común con esos profetas de profesión. Dios, en su pedagogía de padre, respetará las etapas necesarias para llevar a su pueblo a una madurez más plena; por eso, aceptará por un tiempo hablar a su pueblo a través de esos medios primitivos y ambiguos. Sin embargo, los profetas de Israel se apartarán muy rápidamente tanto de las bandas de exaltados, como de la gente muchas veces sencilla y sincera que estimulaba la fe popular a través de sus manifestaciones carismáticas, así como también de los charlatanes que abusaban del miedo ante el futuro y que vivían a costa de ello (cf Am 7,12).
Cuando se narrará la historia de la ascensión de Saúl a la realeza, será aprovechada esta ocasión para precisar que antes se decía «vidente», pero que ahora se dice «profeta» (1 Sam 9,11). Si bien se puede traducir por «vidente» la palabra hebrea Ro’êH, es muy difícil, en cambio, acertar el sentido exacto de la palabra NaBI’, que significa tanto el que es «llamado» como el que «proclama». La Biblia griega zanjó la cuestión al decir que «profeta» es el que «habla en nombre de Dios».
Mientras en las cortes orientales los «videntes» constituyeron un cuerpo particular al lado de otros funcionarios reales, en Israel, en cambio, el profeta llamado por Dios y que vivía en la fe hablará de parte de Dios con total independencia.
Un pueblo de profetas
El profetismo en Israel era, pues, en primer lugar, un acto de fe en la inagotable fidelidad de Dios; un acto de fe que se comunica para provocar la conversión del corazón y la respuesta activa al llamado de Dios. Y a esto se debe el que en varios pasajes de la Biblia parezca extrañarse de que el espíritu de los profetas no se haya comunicado a todo el pueblo de Dios. Ya en el Pentateuco encontramos ese episodio en que el Espíritu se comunica no sólo a los que habían venido a recibir a Moisés (Núm 11,24), sino también a los que no habían podido venir, y vemos cómo interpreta Moisés ese hecho. Más tarde, Joel volverá sobre este punto: al fin de los tiempos el espíritu de los profetas será comunicado a todos (Jl 3,1).
Existe, pues, en la Biblia una época de los profetas, que corresponde más o menos al período de los Reyes, desde el reinado de David hasta el siglo II después del regreso del destierro. Pero cuando parecía que se extinguía el Espíritu y que el «cielo se cerraba», el pueblo permaneció a la espera de los tiempos del Mesías, en los que sería restablecida la comunicación con Dios.
Verdaderos hombres
El profetismo no está ligado a un tipo de carácter o a una condición social. Isaías era un noble, uno de esos a quienes el Nuevo Testamento llamará los Ancianos y que eran los descendientes de los jefes de las tribus o clanes de la época nómada. Jeremías, Ezequiel y Zacarías, después del exilio, eran sacerdotes del templo de Jerusalén; pertenecían, por tanto, a la tribu de Leví, elegida para el culto divino. Amós no era probablemente el «profeta pastor», aunque la imagen sea bella, pues el término utilizado para designarlo sugiere más bien un escriba que tenía a su cargo el ganado real dado en arriendo. Oseas y Jonás, hijo de Amitay, inmortalizado por el cuento del que es protagonista, son originarios del reino del norte, donde ejercen su ministerio. En cambio Sofonías probablemente vino del norte de Jerusalén en medio de los refugiados que huían de la invasión asiria al reino de Samaria. Miqueas es de origen campesino, de Moreset, al sudoeste de Jerusalén, pero es de familia culta, probablemente cercana a los «sabios» de Judá.
Los profetas no son títeres inanimados en las manos de Dios, sino hombres poseídos por el Espíritu que han madurado a través de una experiencia espiritual excepcional, llamados a hablar a su pueblo en nombre de Yavé y que conservan en su predicación las riquezas y limitaciones de una época determinada, de un medio y de una historia personal que hizo de cada uno de ellos un ser bien caracterizado e individualizado, un ser único.
Una visión profética de la Historia
Los profetas acompañan a Israel a lo largo de todo su andar, porque Israel tiene un camino que recorrer. En la fe de Israel la Historia no se arrastra en el ciclo infernal de un eterno empezar de nuevo, tal como lo veían los paganos. El Pueblo de Dios sabe que el hombre ha salido de Dios y que vuelve a Dios. Su historia no es ciertamente un camino rectilíneo, sino que está sembrada de debilidades, fracasos y pruebas, y también de tiempos de prosperidad, de alegrías y luces; pero para el hombre de fe una cosa es cierta: el camino está siempre abierto, abierto al amor y a la misericordia de Dios, reordenado por el poder de su Salvación y que al final desemboca en una comunión eterna con él. Es desde esta perspectiva que debemos leer y releer todos los textos de los profetas, a través de los cuales «ha hablado el Espíritu Santo», tal como nos lo dice el Credo. Reproches y amenazas, palabras de esperanza y de restauración, todo ello manifiesta el amor del Padre que prepara, corrige y moldea a su pueblo, para que sea capaz así de acoger en su Hijo la plenitud de la Luz y de la Salvación (cf Heb 1, 1-2).
No hay, pues, que extrañarse de que gran parte de la historia de Israel haya sido escrita en torno a los profetas. Para ellos no se trataba de relatar una crónica de los hechos pasados, sino de interpretarlos para descubrir en ellos el modo de actuar de Dios y los cambios por los que fue pasando su Alianza.